El elenco de 'Principiantes', en un momento de la representación. Pablo Lorente

Andrés Lima dirige en Principiantes dos relatos del estadounidense Raymond Carver adaptados para la ocasión por el dramaturgo, guionista y director Juan Cavestany. Mientras que el primero, Una cosa más, funciona a modo de prólogo, el resto de la representación gira en torno al texto de título homónimo, aunque Cavestany se ha basado aquí en la versión original recuperada en 2007, ya que la publicada en 1981 por Gordon Lish, editor y mentor de Carver, quedó reducida a la mitad. La pieza, que permanecerá en la cartelera de los Teatros del Canal de Madrid hasta el próximo 5 de febrero, se completa con otros pasajes y fragmentos de la obra de Carver con el objetivo de ofrecer un amplio abanico de elementos recurrentes en su universo, aquí representados, sobre todo, por las relaciones sentimentales, el amor y el alcohol, mucho alcohol.

Principiantes, que es el otro título que recibe el cuento De qué hablamos cuando hablamos de amor, presenta a dos parejas que comparten una espléndida tarde de verano trasegando gin-tonics a una extraordinaria velocidad. Por un lado encontramos al matrimonio formado por Herb (Javier Gutiérrez) —un cardiólogo que asegura no saber nada de los asuntos del corazón— y Terri (Mónica Regueiro), que aún arrastra ciertos trastornos de su anterior relación. Frente a ellos se sitúa la joven pareja compuesta por Laura (Vicky Luengo) y Nick (Daniel Pérez Prada), cuyo noviazgo de año y pico se muestra aún pródigo en besos y arrumacos ante la risotada de Herb y Terri, que apuran la primera copa. «Esperad un poco y ya veréis», comenta el veterano tándem con cierta amargura y desdén, dando pie a una conversación y posterior debate sobre los múltiples usos y significados del amor.

En una atmósfera marcada por la luz cambiante de la cocina en donde se desarrolla la acción, el alcohol, como bien apunta el periodista y escritor Álvaro Vicente en la ficha de la obra, «actúa como combustible, como espuela. Copas que se vacían y se llenan en un gesto mecánico que, sin embargo, va aflojando las voluntades hasta abrir las compuertas de las presas que retienen todas las verdades, hasta dejar vía libre para la bacanal de lo visceral». Y es así como, a través de las variopintas experiencias que detallan los cuatro personajes, florecerán abundantes cuestiones pero escasas o ninguna respuesta. Es más, las parrafadas regadas con botellas de ginebra suman aquí algún que otro interrogante a nuestra ya abultada mochila de incertidumbres.

Conviene apuntar el papel destacado que juega el extenso ventanal que preside la función de principio a fin y que, junto a los precisos diseños de sonido, iluminación y videocreación, ayudan a perfilar el espacio escénico por el que bebe y se mueve el elenco, del que sobresale —justo es subrayarlo— un Javier Gutiérrez que durante noventa minutos saca a pasear lo más notable de un repertorio que parece ir acrecentándose con cada añada. Rematan la faena minuciosas dosis de humor esparcidas aquí y allá y una banda sonora que acentúa lo que vemos sobre las tablas: suenan, entre otras, el Whole lotta love de Led Zeppelin en la tremebunda escena inicial; el Baby I love you de los Ramones mientras los intérpretes mudan su vestuario y colocan sillas, vasos, hielos y bebidas antes de dar comienzo a la narración central de la representación; o el Creep de Radiohead, que incrementa las sacudidas finales de un montaje que consigue salvaguardar buena parte de ese realismo desaseado y recóndito que llevamos dentro y que Carver colgó en el tendedero a la vista de todos. Le pese a quien le pese.