Ana Rando, durante su actuación de ayer en el Echegaray. Alberto Fernández-Baca

La malagueña Ana Rando, coreógrafa, bailarina, directora de su propia compañía y docente en el Conservatorio de Danza de Cordoba, presentó ayer en el Teatro Echegaray dentro del ciclo Danza Málaga su obra en solitario El arte de envejecer.

Estoy convencido de que no fui el único al que el título del montaje, de primeras, casi le pareció un oxímoron, ya que el arte ha sido tradicionalmente relacionado con la belleza: la hermosura, la simetría y la perfección están presentes desde la época clásica, aunque, como afirmaba Viollet-le-Duc, «no hay belleza sin verdad, pero no toda verdad es bella».

El arte de envejecer es la creación con la temática más complicada y sensible de trasmitir que Rando ha dirigido hasta la fecha. En ella nos habla de cómo la propia consciencia —la capacidad del ser humano de reconocerse a sí mismo— va cambiando en función del deterioro de la persona con el paso del tiempo y la forma de relacionarse con su entorno.

Se recomienda no seguir leyendo en caso querer ver la obra sin ninguna influencia previa.

Al subir el telón, lo primero que llama la atención es que toda la escenografía es completamente blanca, incluido el suelo enmoquetado; es decir, Ana se sitúa en un lienzo vacío tumbada decúbito supino. En la escultórica escena, en donde a priori sólo se ilumina directamente a sus pies, comienza el despertar de la propia consciencia a través de pequeños movimientos.

La danza contemporánea es como un idioma, y en la primera parte de la coreografía Rando nos habla sobre el aprendizaje a través de movimientos, que al principio son secuencias cortas y repetitivas, para posteriormente ir encadenando más movimientos en esa repetición.

De una manera análoga, a través del uso de la danza contemporánea nos transmite el cómo va aplicando lo aprendido conforme pasa el tiempo, percibiéndose claramente una evolución, para finalizar esta primera parte con una coreografía de un registro sensual que nos habla de su frágil vanidad, la cual nos ayuda a percibir el tiempo trascurrido.

«De frente a las azaleas una mujer prepara bacalao seco», de Matsuo Basho. Se proyecta en el lienzo que tenemos como escenario.

Me sorprendí mucho al ver este famoso poema, y sin duda requeriría un análisis aparte, si bien cabe comentar brevemente que, a diferencia de la sociedad occidental —que heredó los preceptos griegos de perfección y simetría de la belleza—, la poesía haiku tiene como pilar filosófico una serie de ideas extraídas del ideario zen basadas en la apreciación de lo imperfecto de una forma profundamente evocadora.

Es muy interesante la decisión que tomó la coreógrafa en este momento, que se sitúa frente al público como si de un espejo se tratase cuando, en realidad, se está mirando en los ojos de las personas; es decir, en la imagen que las personas y la sociedad —que estipula lo que debe ser bello— tienen de ella, con lo que ello conllevará a lo largo del tiempo durante la función.

Contextualizando lo que va ocurriendo en la que podría ser la parte más dura de la obra, aparecen poemas y citas de diferentes autores que sirven para hacerse una idea de la profundidad de la misma. Mención especial merecen Voluntad o como lidiar con una cadera rota y La gente de ahora ya no se interesa por las flores del castaño que están en el techo, en donde la deformidad, la agonía, la ansiedad o el desasosiego se plasman de forma cruda en un grito ahogado en donde la consciencia aún niega la decrepitud. 

En La libélula intenta en vano posarse sobre una brizna de hierba, línea escogida nuevamente del repertorio de Basho, Rando sitúa el inicio del final de la obra. Sin querer desvelar nada más sobre el mismo, nos limitaremos a apuntar que es aquí donde se cierra el círculo y se le da sentido general a la pieza. Un final que nos habla sobre la inevitabilidad, la aceptación, la belleza y el ciclo de la vida.