
Durante los meses de octubre y noviembre de 1980, cien afortunados asistieron a clases de literatura impartidas por Julio Cortázar en la Universidad de Berkeley, California. Por suerte para nosotros, parece ser que alguno de ellos —entre los que no sólo había alumnos— colocó una grabadora encima de la mesa del profesor durante las quince horas, repartidas en ocho sesiones, que duró aquella anomalía. Las negativas de Cortázar a participar en eventos similares se habían amontonado con el paso de los años hasta que Pepe Durand, gran amigo del escritor, se lo pidió con insistencia mientras le aseguraba que en Berkeley leería mucho y trabajaría poco. El cronopio se lo pensó y finalmente aceptó. Ya en 2005, Aurora Bernárdez, viuda de Julio, recibe unas cintas que transcribe Carles Álvarez y que terminan editándose en Alfaguara bajo el nombre de Clases de literatura en 2014.
En los primeros compases ante su alumnado, Cortázar se pasea por las tres etapas que, según él, conforman su camino como escritor: estética, metafísica e histórica. En la primera estarían incluidas sus primeras producciones y cuentos hasta El perseguidor, arrebatador texto escrito de forma compulsiva tras la muerte de Charlie Parker. A partir de ahí, la persona, el sujeto, se convierte en el núcleo de interés —con Horacio Oliveira, protagonista de Rayuela, como ejemplo más certero—, muy al contrario de lo que ocurría en relatos anteriores, donde los personajes se disponían obedientemente para que lo fantástico irrumpiera en cualquier momento. Ya en la tercera parte, la histórica, Cortázar intenta tratar al individuo como sociedades, pueblos, civilizaciones. El comienzo de este último tramo lo podríamos fechar en un viaje que hizo a Cuba en 1963 como miembro de la Casa de las Américas. Allí se dio cuenta de su «gran vacío político. Desde ese día traté de documentarme, traté de entender, de leer».
Muchos son los temas a los que mete mano Cortázar. No tarda en explicar el concepto de cuento y sus diferencias con la novela, deteniéndose igualmente en la distinción entre una obra fantástica y otra realista. Para ello escoge textos sacados de relatos propios y ajenos (Wilde, Borges, Bierce) mientras se apoya en diferentes escenas de su vida para exponer algunos pilares de su pensamiento. Cuenta Cortázar que en el colegio le prestó a un amigo El secreto de Wilhem Storitz —una novela de Julio Verne cuyo protagonista hereda el secreto de la invisibilidad— y éste se la devolvió aduciendo que no podía seguir leyéndola porque era demasiado fantástica. A él, sin embargo, le ocurría lo contrario: ya desde niño aceptaba lo fantástico como una forma de la realidad. Cortázar se siente un realista total, ya que acepta «una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde entraba todo. La fantasía es el arma más poderosa de un escritor y la que le abre finalmente las puertas de una realidad más rica y muchas veces más hermosa».
En días posteriores, y con una audiencia siempre embelesada, se dialoga sobre el erotismo y el humor en la literatura y el cine. Cortázar realza a Henry Miller o Woody Allen, al que compara con Jerry Lewis de la siguiente manera: «Lewis es un cómico, hace reír un momento pero la situación no tiene ninguna proyección posterior, son sistemas de circuito cerrado. Woody Allen es un humorista y en sus mejores momentos tiene unos efectos cómicos que van más allá del chiste: contienen una crítica, una sátira o una referencia que puede ser incluso muy dramática». Hacia la parte central de estas atípicas clases literarias encontramos un capítulo dedicado a Rayuela, «un libro que continuamente se está preguntando por qué esto es así y no de otra manera, por qué la gente acepta que esto se dé en esta forma cuando se podría dar de otra». Su defensa del escritor implicado en hechos históricos actuales que no pierde de vista la novela como tal —toda una responsabilidad a la que Cortázar alude con frecuencia—, sirven para ir cerrando unas clases, ahora sí, verdaderamente magistrales.