Iggy Pop, durante su actuación de anoche en Marbella. Alberto Fernández-Baca / Málaga de Cultura

Nuestra morrocotuda Real Academia Española define el término ‘antinatural’ con un sencillo y certero «contrario al orden de la naturaleza». El adjetivo, que en esto del rock aplicaríamos de forma inmediata a Keith Richards, también es perfectamente lícito a la hora de intentar definir la figura de James Newell Osterberg, más conocido entre usted y yo como Iggy Pop. No es este el lugar —tampoco es el objetivo— de pasar a enumerar y valorar su vida, obra e importancia capital dentro de la música popular del último medio siglo, pero sí toca hoy aquí dar cuenta en poco más de setecientas palabras del concierto que anoche ofreció en Marbella dentro de la ecléctica programación del Starlite Occident, autodenominado como el mejor festival boutique del mundo. Ahí es nada.

Más de tres cuartos de siglo contemplan a un cuerpo que nada más saltar al escenario se desprende del chaleco en los primeros compases de Five foot one. Sus movimientos reptilianos, ahora ralentizados, son bien reconocibles desde cualquier ángulo pese a la cojera —cada año más evidente— que arrastra desde que superara la polio. Ha confesado en más de una ocasión durante la última década que su esqueleto es su área débil. Y a veces, asegura, necesita la ayuda de un bastón para caminar. En cualquier caso, el parte médico que acaban de leer termina hecho añicos, barrido y olvidado cuando Iggy agarra el micrófono y acompaña con su voz a las guitarras, vientos, teclado, bajo y batería de una banda que no, no son los Stooges, pero que ruge y muerde que da gusto.

También es antinatural asistir a una actuación de este hombre y permanecer sentado por mucho que las normas, escritas o no, lo impongan. Fue tan pronto como con T.V. eye, en el segundo asalto, cuando la mayoría de los que ocupaban las primeras filas se pusieron en pie, alzaron sus puños y lanzaron voces, berridos y variopintas onomatopeyas al cielo estival. Aprovechando la bulla, no fueron pocos los gorriones que ganaron posiciones hasta situarse a escasos metros del escenario. Los encargados de velar por la seguridad del evento hicieron lo que debían y podían (y muy bien), pero el trasiego de personas de aquí para allá se mantendría, como es natural, hasta el cierre del concierto.

A estas alturas del cuento quien más quien menos sabe que el repertorio habitual en vivo de Iggy desde hace varios lustros se cimenta en aquella trilogía de los Stooges que entre 1969 y 1973 dejó prácticamente configurado el punk, género que alcanzaría la mayoría de edad y una notable visibilidad pocos años después de la mano de los Sex Pistols y Malcolm McLaren. Y de esos tres discos, a día de hoy, no sobra ni un acorde, ni una grosería, ni un acople: siguen sonando brutos y amenazantes, vive Dios. Los zarandeos que producen Raw power, I wanna be your dog, Search and destroy, Gimme danger y Death trip continúan plenamente vigentes en 2023, aunque sería The passenger —de su carrera en solitario— la canción más esperada y reconocida de la noche si nos fiamos de ese moderno y eficiente medidor de popularidad que es el número de móviles en alto para registrar el momento y poder así, ya que estamos, reforzar el yo estuve ahí.

Pero conviene apuntar, a pesar del apabullante legado, que Iggy lanzó a comienzos de este año un nuevo disco bastante resultón, Every loser, que dejará para su playlist particular pildorazos como Modern day ripoff y Frenzy: mientras que la primera se situó ayer en el primer tramo de actuación, la segunda, que se abre con un radiante «got a dick and two balls, that’s more than you all», sirvió para rematar la faena. Del reciente álbum se quedó en el tintero Neo punk, autorretrato con gracia y salero que, lástima, hubiera encajado a las mil maravillas en un marco como el de ayer (recuerden: el mejor festival boutique del mundo) si atendemos a las suculentas dosis de realidad y parodia que escupe ahí un Iggy desatado. Peccata minuta, al fin y al cabo: lo de anoche en Marbella, como no podía ser de otra manera, quedará fijado sin necesidad de teléfonos en la memoria de gran parte de los asistentes. Y al recordarlo, con o sin bastón, terminaremos por sentir algún que otro pinchazo eléctrico, sonoro y siempre, siempre inspirador.