Dylan y su banda, durante un concierto en París hace unos días.

Desde que recibiera sus primeros abucheos en el festival de Newport en 1965, donde se presentó con guitarra eléctrica y rodeado de una banda que contaba con Mike Bloomfield o Al Kooper entre sus integrantes, la ruta que muchos delinearon para Dylan quedó desdibujada. El joven cantautor, según desvela él mismo en Chronicles —el primer y único volumen de su autobiografía hasta el momento—, tuvo que abandonar la escena de la música folk porque «era como el jardín, demasiado perfecto, que Adán tenía que dejar atrás». Se enfundó entonces las gafas de sol, electrificó su pelo y forzó a las guitarras acústicas a meterse en la cama del rock, tránsito retratado en la rupturista dupla que conforman los discos Another side of Bob DylanBringing it all back home. Su presencia esquiva y los quiebros sonoros, generalmente encajados por su público con cierto recelo cuando no directamente con desaprobación, se convertirían en las únicas constantes a lo largo de una carrera que, diantres, abarca a estas alturas seis décadas de creación ininterrumpida. Su idiosincrasia como autor se podría resumir, valientes nosotros, en aquel verso de Manuel ‘Agujetas’ en el que nos advertía que «ya no soy quien era ni quien debía de ser».

En esta ocasión, Dylan cruza nuestro país dejando de lado los clásicos del inmenso cancionero estadounidense comúnmente conocido como The Great American Songbook —y que han nutrido de material sus trabajos más recientes— para desgranar un repertorio integrado únicamente por composiciones propias que, para más inri, se ha mantenido prácticamente invariable a lo largo de la gira, ejercicio inusual en el particular modus operandi del polémico Nobel de Literatura. Una vez más, el de Duluth coge las expectativas —reforzadas normalmente con elogiosas notas de prensa de la productora de turno mal informada— y las convierte en un gurruño sensacional. Un nuevo volantazo, en fin, recibido en esta ocasión con gustosa unanimidad por una parroquia que agotó todas las localidades disponibles del Palacio de Congresos y Exposiciones de Sevilla, que desprendía el pasado viernes un ambiente lozano y atento ante lo que se le venía encima.

La inicial Things have changed, pieza fija para inaugurar sus actuaciones desde que en el año 2000 se incluyera en la película Jóvenes prodigiosos y se alzara con el Óscar y el Globo de Oro, sirvió para despejar un par de dudas. Por un lado, el sonido se descubría limpio, potente y abundante en matices; por otro, la voz de Dylan, en franca retirada durante las dos últimas décadas, parece haber recobrado buena parte de su vigor y afinación tras, curiosamente —o precisamente por ello—, versionar a Sinatra en Shadows in the night (2015). Ambas confirmaciones se vieron afianzadas con It ain’t me babe, felizmente remozada, y Highway 61 Revisited, en donde la banda, excelsa y engrasada, tomó protagonismo. En ella convergen Tony Garnier (bajo), George Recile (baterista), Charlie Sexton (versátil como pocos a la guitarra) y Donnie Herron, esmerado tras teclados, banjo, pedal steel, guitarras y violín. Casi . A Dylan lo hallaremos siempre de pie o sentado frente al piano, excepto cuando encara Scarlet Town; ahí adopta su pose de crooner y agarra el pie del micrófono con una mano mientras con la otra esboza movimientos inescrutables. Junto a su registro vocal también recupera la armónica, que sopla, de forma deleitosa y hasta dulce, en Simple twist of fate o Make you feel my love.

No hay mucho espacio para la melancolía en una gira, recuerden, en donde no se permite el acceso a medios gráficos y está terminantemente prohibido tomar fotos. La mitad del temario que sonó anoche se cimentó en la producción facturada desde Time out of mind (1997), álbum que significó el comienzo de un nuevo periodo áureo en su dilatada trayectoria. Con sonoridades enraizadas en el rock’n’roll y el blues —y escoradas hacia las vibraciones sureñas del sudoroso Together through life (2009)—, se pasean por el escenario Pay in blood, Honest with me, Early Roman Kings o un Love sick que sumerge al espectador en una atmósfera intimista y neblinosa. When I paint my masterpiece se construyó meticulosamente, acaso de manera similar a la registrada originalmente por The Band, mientras que Dignity, notable sorpresa, circuló sin contemplaciones desde el primer acelerón e incrementó el volumen en ese «alguien me enseñó una fotografía y sonreí, la dignidad nunca ha sido fotografiada».

De entre sus clásicos, Don’t think twice, it’s all right mantiene su delicadeza y recogimiento, con un Dylan empecinado en las teclas de su piano; Gotta serve somebody se contorsiona y apabulla; y Like a rolling stone, acompañada con palmas por los asistentes, se juega el pescuezo en las estrofas que desembocan en el estribillo con una suerte de anticlímax secundado por el contrabajo, tocado con arco, de Garnier. La arremetida final, tras la ovación de un público en pie y sin dejar de jalear, transcurrió entre los sones de un Blowin’ in the wind alejado del canon y la formidable pisada de It takes a lot to laugh, it takes a train to cry. Poco después, mientras se desalojaba el recinto, Bob y los suyos subían rápidamente al autobús y enfilaban hacia Fuengirola para proseguir su tour interminable. Se alejaba así, por carretera y en mitad de la noche a sus casi 78 años, el artista inagotable, inescrutable, inabarcable. Etcétera, etcétera.