Lorena Álvarez y los Rondadores de Val d’Echo, durante su actuación el pasado jueves en la sala Galileo. Francisco J. Fernández

Se pregunta Marta D. Riezu en ese canon personal atiborrado de filias y alguna fobia que es Agua y jabón (Anagrama, 2022) si tomar chai lattes y tener una tienda Apple a la vuelta de la esquina significa que como país hemos llegado. Riezu sospecha, y está bien sospechado, que España sigue siendo la que describía Julio Camba: curas, militares, dominó, décimos de loterías y cuestiones de honor. Acto seguido, Riezu cita aquello que constituye lo que para ella es su «país preferido», en donde caben balcones con geranios, Toledo, Zurbarán, Cadaqués, Los Hermanos Cubero o Hello Cuca. Se podrán discutir algunas de las elecciones escogidas para ilustrar su España predilecta —faltaría más en una democracia tan ejemplar como la nuestra—, pero nos mostraremos intransigentes si alguien tiene la feliz ocurrencia de tachar uno de los nombres incluidos por la escritora en la lista: Lorena Álvarez. A la asturiana le quiere todo dios o, por lo menos, todos aquellos que el pasado jueves abarrotaban la sala Galileo de Madrid, que no es poco. Las razones de nuestro constante enamoramiento son variopintas: habría que sumar carisma, criterio, gracia, inteligencia, buen hacer, espontaneidad y, claro está, un puñado de canciones como soles así de grandes.

La excusa oficial para su concierto en la capital, a falta de un nuevo trabajo que llegará en los próximos meses, era la presentación de un EP registrado en el Valle de Hecho, en el Pirineo oscense, durante el mes de agosto de 2020 dentro de las residencias artísticas LoMón Contemporáneo y editado ya en 2021 a través de El Volcán Música. Para darle forma a las cuatro canciones que conforman el EP, Lorena reunió a una orquestina «de pulso y púa» integrada por músicos amateur de la zona que participaron en la grabación con laúdes, bandurrias y guitarras. La intención, en palabras de la propia artista, no era otra que la de «poner en valor la música tradicional, pero no como género musical, ni estilo, ni como ornamento o etiqueta, sino como manera de acercarse al mundo y relacionarse con él. La música tradicional es la esencia y no el adorno, es la raíz y no la rama, y es la casa del misterio más primigenio. Música al servicio de unas relaciones humanas, personas al servicio de los espíritus de las canciones, música a ras de suelo. Ese es para mí el significado de la cultura y del arte».

Sobre las tablas, los Rondadores de Val d’Echo quedan reducidos por cuestiones de logística a un formidable cuarteto en donde convergen Álvarez (voz y guitarra), Víctor Herrero (guitarra portuguesa), Carlos Aquilué (laúd) y Vicente Pérez (contrabajo), es decir, la misma alineación que compareció hace ahora un año en el madrileño Teatro Infanta Isabel dentro de la programación de Inverfest. El temario también fue similar: sonó el EP al completo, grandes éxitos como Manolo, una generosa representación de su mejor disco, Colección de canciones sencillas (La nube, Aborrezco lo que adoro, Persona, Soy un olmo) y estupendas versiones de El Lebrijano y la Orquesta Andalusí de Tánger (El anillo), Mina (Un bacio è troppo poco) y Manzanita (Naino). Tampoco faltaron las sillas, la mesa y una botella de Atardecer en el Patio que descorcharon y se fueron pimplando ahí arriba durante un buen trecho de la actuación mientras seguían palmeando, cantando y tocando; un Tiny Desk castizo y tabernario a lo C. Tangana, que se dice ahora.

Pero en el escenario de la Galileo hubo más meneo que en el del Infanta Isabel gracias a las apariciones de la bailaora Eva Manzano, David Montañés, la joven trompetista Carmela, Alonso Díaz o Micah P. Hinson, que por allí andaba. El estadounidense, que en marzo visitará Barcelona, Sevilla y Madrid, fue el primer sorprendido al ser requerido por Lorena y compañía para que saltara a la palestra y se cantara algo. Lo hizo: subió, desnudó su emocionante Beneath the rose y volvió a situarse entre el público junto a su acompañante mientras algunos de los allí presentes, qué dicha, nos frotábamos los ojos a causa de vete tú a saber qué. No fue una velada breve, ni mucho menos, pero nos hubiéramos quedado a pasar la noche por allí, rodeados de risas y tragos entre una concurrencia respetuosa que solo terminó de espabilarse hacia el final del tiempo reglamentario.

Es así: conviene tener siempre a mano el catálogo de canciones de la Lore, que también pinta, dibuja y diseña. Ahora lo hace desde su pueblo, San Antolín de Ibias, tras abandonar Madrid con más gloria que pena. Allí, desde su refugio norteño y entre paseos por el bosque guiada por la intuición, continuará engrosando despacito y con buena letra —que diría mi padre— un repertorio que huele a montaña y río, a jota y flamenco, a tomillo y romero. A gloria bendita.