
Ocurrió en los campos de Knebworth, al norte de Hertfordshire, en Inglaterra, los días 10 y 11 de agosto de 1996: Oasis, la formación liderada por los hermanos Gallagher, ofreció allí dos conciertos que congregaron a 125.000 personas por jornada. Podrían haber tocado diez días consecutivos si así lo hubieran querido, ya que se contabilizaron más de dos millones y medio de solicitudes para conseguir entradas. El dato aún abruma. El arranque hacia el estrellato había comenzado poco antes con la edición de Definitely maybe en 1994, imprescindible álbum de debut que alcanzó el número uno en las listas de Reino Unido. Solo un año después llegaba a las tiendas su continuación, (What’s the story) Morning glory?, que despacharía casi treinta millones de copias gracias a canciones como Don’t look back in anger, Champagne supernova o un Wonderwall que aún retumba en miles de esquinas. Los de Mánchester, claro, sacaron pecho y se proclamaron la mejor banda del mundo. Nosotros, jaleando sin descanso, les creímos. La resaca fue memorable, y la salida de su siguiente trabajo, el aún denostado Be here now (1997), marcaría el inicio de la inevitable cuesta abajo.
Oasis: Supersonic, documental estrenado en 2016, comienza y acaba precisamente con los multitudinarios conciertos de Knebworth, decisión tomada por el director Mat Whitecross (Sex & drugs & rock & roll, La doctrina del shock) y el productor James Gay-Fees, uno de los responsables de Amy (2015), con el objetivo de festejar el vigésimo aniversario del gigantesco evento. Pese a no existir, según palabras del propio Whitecross, líneas rojas por parte de Liam y Noel a la hora de seleccionar material, lo cierto es que puede echarse en falta un mínimo esbozo del contexto social y político sobre el que proyectar las andanzas del grupo en los dos años y medio que duró aquel irrepetible entusiasmo por sus canciones. Tampoco se hace referencia a Blur, banda seleccionada por los medios británicos para enfrentarlos a los mancunianos en un intento de emular la supuesta lucha que mantuvieron en los sesenta los Beatles y los Rolling Stones. Eliminado queda igualmente cualquier atisbo del llamado britpop, escena musical —ficticia o no— que contó entre sus filas con formaciones tan relevantes como Suede o Pulp y en la que Oasis quedaron inscritos con letras imperecederas.
El abundante material inédito —que abarca sus primeros ensayos, actuaciones en directo o entrevistas— acapara, junto a unas resultonas animaciones, la mayor parte del metraje. Mientras, las voces de Paul Arthurs, Tony McCarroll y Paul McGuigan —integrantes de los primeros Oasis—, de la madre de las criaturas, Peggy Gallagher, o de Alan McGee —descubridor de la banda y fundador del sello Creation Records— nos entretienen con peripecias de todos los colores y recuerdan, aquí algo más serios, las secuelas que el grupo dejó en sus vidas. Liam y Noel no coincidieron personalmente durante la grabación de la película: la formación se disolvió en 2009 tras una fuerte discusión de ambos en París y desde entonces apenas se han dirigido la palabra. Sin embargo, hay momentos aquí en los que parecen estar sentados uno frente al otro mientras beben cerveza y se lanzan ingeniosas pullas. Entre suculentas anécdotas e imágenes, en fin, se cuelan las canciones que salpican la narración, y son ellas, ya sea interpretadas en una habitación o frente a miles de seguidores, las que finalmente nos conmueven. Comprobamos, tras más de dos décadas, que los Gallagher siguen sonando frescos, intensos y espléndidamente arrogantes. Ad infinitum.