
Jorge Arizmendi, el padre de Alfredo Sanzol (Madrid, 1972), contó siempre muchas historias, pero nunca la más importante: en 1963, con treinta y tres años, decidió dejar el sacerdocio y viajar a los Estados Unidos para reflexionar, aprender y buscar trabajo. «A principios de los años sesenta del pasado siglo la Iglesia promovió una pequeña revolución de consecuencias históricas, al facilitar los procedimientos que concedían la dispensa a aquellos sacerdotes que querían dejar de serlo», apunta Sanzol, autor de El bar que se tragó a todos los españoles, su primera creación como director del Centro Dramático Nacional que el pasado 12 de febrero se estrenaba en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, donde permanecerá en cartelera hasta el próximo 4 de abril. El montaje narra el periplo del cura navarro, encarnado por un formidable Francesco Carril, entremezclando hechos reales e imaginarios: «Puede que la realidad siempre supere a la ficción, pero la ficción hace que la realidad tenga significado, y para dar significado me he apoyado en las historias de viajes y aventuras que contaba mi padre, y a partir de ellas he creado la vida de Jorge Arizmendi», añade el dramaturgo.
Natalia Huarte, Elena González, David Lorente, Nuria Mencía, Jesús Noguero, Albert Ribalta, Jimmy Roca y Camila Viyuela completan un elenco en estado de gracia que da vida a medio centenar de personajes a lo largo de tres horas de función. Los nueve intérpretes desfilan sobre el escenario con los bares como inevitables centros de gravedad, precisamente ahora que la pandemia nos ha alejado de ellos. Y es que, pese a todo y todos, el bar aún resiste como punto de encuentro en donde se cuecen crónicas sentimentales, negocios, despedidas, celebraciones. Pero conviene anotar que el artefacto ideado por Sanzol, lejos de acodarse en la barra, desprende un fuerte y saludable aroma a road movie: Arizmendi, dispuesto a zamparse el mundo, comienza su andadura en Orange, estado de Texas, para saltar luego a Madrid, Dinamarca, Pamplona o Roma. La puesta en escena del amplio abanico de localizaciones es posible gracias a la extraordinaria escenografía de Alejandro Andújar, que imprime el tono preciso desde el primer momento aunque pronto, claro, el panorama quedará trastocado: la hopperiana estampa inicial irá renovando espacios y perspectivas hasta exprimir totalmente, sin cortapisas y de forma admirable, el espacio escénico donde se desarrolla la obra.
Sanzol, que en 2017 se alzó con el Premio Nacional de Literatura Dramática por La respiración, propone aquí un ingenioso canto a la vida y al cambio —a modelar nuevos recuerdos independientemente del camino recorrido— a través de un relato de crecimiento y transformación personal que, de paso, termina por revelar la radiografía de la sociedad española de los años setenta sin perder nunca de vista el humor, el buen humor. Las canciones que salpican la narración, el vestuario, las luces y los bailes redondean, y de qué manera, un montaje en donde todo funciona. Todo. El bar que se tragó a todos los españoles se descubre así, frente al público, como un espectáculo teatral de primer orden que muestra la vida de forma similar a como Chômei la describió desde su cabaña: incesante y cambiante como la piel del río.