Christina Rosenvinge, durante el concierto de anoche. Málaga de Cultura

El nervio que recorre las nueve composiciones del último disco de Christina Rosenvinge, Un hombre rubio, proviene de la contundencia y dramatismo de la extensa gira de Lo nuestro, su anterior trabajo. Una energía que se libera sobre el escenario hasta alcanzar cotas de volumen sin precedentes en su dilatada carrera. Lo comprobamos ayer mismo, y de qué manera, en el Centro Cultural MVA dentro de las actividades propuestas por el ciclo Málaga de Festival (MaF). El tratamiento eléctrico salpica igualmente a clásicos de su repertorio como Mi vida bajo el agua, La tejedora o La distancia adecuada, que ven reforzadas así sus cuantiosas virtudes. Pero fueron sus canciones más recientes las protagonistas de un concierto en el que destacó, como es habitual, la guitarra de un colosal Manuel Cabezalí a la hora de crear atmósferas, inyectar matices y respetar espacios. Sobresaliente directo, en fin, cimentado en unos textos escritos desde la perspectiva de un yo masculino, según palabras de la propia cantante, con el fin de intentar comprender la soledad del hombre desde dentro. Y con Bowie siempre en el recuerdo, claro está.