Una imagen del festival en 2017. Francisco J. Fernández

Monumental éxito el alcanzado por Weekend Beach en tan solo cuatro ediciones. Tal vez ayude a entender la envidiable salud que exhibe si reparamos en su oferta, que aúna corrientes musicales poco dadas a coincidir en acontecimientos de esta envergadura. También el entorno y la semana escogida para su celebración son esenciales; entre finales de junio y los primeros días de julio se percibe una dichosa liberación en aquellos jóvenes que se disponen a comenzar las vacaciones de verano tras meses entre aulas y exámenes. Son ellos el público mayoritario que acude al festival, pero no el único: la ecléctica lista de grupos y artistas se revela como baza fundamental para atraer a sectores de distintas edades y preferencias. Esta diversidad de estilos —hablamos de rock, pop, rap, flamenco o rumba— encuentra acomodo en los cuatro escenarios repartidos por el recinto, denominados Brugal, TorreMar, Sunrise y uno matinal, El Faro. A escasos metros de ellos se extiende el mar Mediterráneo, el Paseo Marítimo de Poniente y una espaciosa zona de acampada y aparcamientos. Según la organización se han vendido unos 35.000 abonos, lo que arroja un balance sobresaliente y la promesa de volver en 2018 para festejar el quinto aniversario.

Lori Meyers. Foto: Francisco J. Fernández

Tras la bienvenida del miércoles 5, que contó con Kase.O y Mago de Oz, iniciamos nuestra ruta el jueves frente al escenario Brugal con Grises, que en un par de ocasiones comentaron lo insólito que era para ellos tocar a la luz del día. Sonidos tropicales, electrónica y guitarras se mezclan en la propuesta de los guipuzcoanos; tres etiquetas válidas pero insuficientes si nuestra pretensión es intentar clasificar a una formación inquieta tanto dentro como fuera del estudio de grabación. El sonido no les hizo justicia del todo, pero poco importó a un público que siempre se moverá y cantará al ritmo de ParfaitAnimal. Tras ellos aparecieron Lori Meyers, que han reforzado su espectáculo visual para encarar la gira de presentación de En la espiral, un disco que se crece en los arrebatos progresivos de Evolución o Vértigo I, precisamente dos de los temas elegidos para iniciar su renovado repertorio en directo. A lo largo de los años —qué lejos se ve ya por el retrovisor aquel Viaje de estudios de 2004— los de Loja han acumulado una notable colección de canciones que consiguen, desde sus primeros acordes, alentar a todo el que se ponga por delante. Nos referimos sobre todo a Mi realidad o Emborracharme, sin olvidar Luces de neón, Alta fidelidad o la incorporación más reciente, Siempre brilla el sol. Si a semejante catálogo sumamos una destilada solvencia sobre las tablas, no es de extrañar que sus conciertos se correspondan con el placer que produce un bocado suculento y de fácil digestión. León Benavente cerraron nuestra primera noche con una actuación que fue de menos a más y que confirmó a Gloria y Ser brigada, una vez más, como sus dos zambombazos definitivos.

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La Pegatina. Foto: Francisco J. Fernández

El viernes era el día de Iván Ferreiro, cuya carrera en solitario sigue deparando coartadas a las que aferrarse. Las hay en su nuevo álbum (Casa, El pensamiento circular) y las había en anteriores (Turnedo, El viaje de Chihiro), aunque es innegable que los mayores estimulantes, como son El equilibrio es imposible y Años 80, provienen de su etapa en Piratas. Cabe subrayar de la jornada el mestizaje bien entendido y mejor ejecutado de Amparanoia, la fiesta sin descanso de La Pegatina —los más descocados junto a Los Fabulosos Cadillacs—, la potencia melódica de Nada Surf o la asombrosa locura que siguen desatando Prodigy dos décadas después de The fat of the land, su trabajo más recordado.

Ya el sábado, último día de festival, inauguraron el escenario Brugal las rimas multicolores de Delafé. Las apenas treinta o cuarenta personas que por allí rondaban se convirtieron en centenares conforme avanzaban los minutos y Óscar D’Aniello, acompañado de Dani Acedo, animaba el cotarro con estrofas optimistas y divertidas, la mayoría de ellas contenidas en La fuerza irresistible, su primer álbum en solitario. La tarde se fue desvaneciendo con unos estimables La Habitación Roja, en el Brugal, y Canteca de Macao y Chambao en el TorreMar. Hacia la medianoche sorprendió la buena acogida de L.A. El proyecto de Luis Alberto Segura, nacido en 2004, continúa su trayecto con una progresión admirable. Se percibe con facilidad el mimo al que someten las voces, las composiciones, la puesta en escena. Brindaron un cristalino y robusto directo en donde repasaron parte de King of beasts, su última y extensa referencia. Poco después Rosendo terminaría por destrozarnos los tímpanos mientras corroboraba lo que para muchos es un principio indudable: el rock es sota, caballo y rey, es decir, Rocksendo, soberano guitarrero sin lugar a dudas, más un bajo y una batería. Lanzó hace unas semanas De escalde y trinchera, que merece atención y parabienes, y avisó en su presentación que seguirá «hasta que el cuerpo aguante». Visto y escuchado su huracanado paso por Torre del Mar —incluida una rauda versión del No dudaría de Antonio Flores— , auguramos largas noches colmadas de nervio y electricidad. Mientras Rosendo oficiaba su particular misa, Mala Rodríguez, rodeada de cuatro bailarinas, ofrecía un multitudinario recital en la otra punta del recinto. Aunque mayor aceptación tuvieron Estopa, que principiaron su concierto con Cacho a cacho y Vino tinto, lo que llevó al público y a ellos mismos a un clímax del que no se apearían hasta el final de la actuación.